miércoles, diciembre 29, 2004

The lonely and saddest story of Lili and her little animals

Conocí a Droguerto un día plomo en el que, caminando de Polvos Azules al Estadio Nacional, comprendí que mi vida era lo suficientemente triste y solitaria como para asquearme al momento de estrechar un vínculo duradero con un punk de mala muerte que caminaba dando tumbos y compraba películas pornos horribles. Le dije:
- Eh, ¡tú!
- ¿Me hablas a mí?
- Sí, ven...
- ¿Cómo?
- Ven, solo ven...
El punk movió su cabeza sonriéndole a la nada y diciendo:
- ¿Qué carajos quieres?
Era el año 2000 y la navidad estaba cerca.
- ¿No deseas fumar un poco?
Entonces acababa de caer la dictadura y en el centro de Lima (en la Plaza San Martín, en diversos parques de los alrededores) habían lemas y pintas y pancartas por todos lados. La gente lavaba las banderas. Había una enorme pared blanca de papel donde la gente podía escribir lo que le venía en gana.
Era el año 2000 y, supuestamente, nada volverían a ser lo de antes.
- Ya es Navidad.
- Odio diciembre.
- Qué es lo que vas a hacer ahora.
- ¿Cómo te llamas?
- ¿Es verdad que eres un punkeke más?
- No. ¿De dónde has sacado eso?
- Nos conocemos, te he visto en conciertos...
- Ja, ja, ja, ja. No, creo que te has equivocando.
Fumamos mucho y luego tosemos, ambos tenemos los ojos rojos o estamos muy drogados y no nos damos cuenta de nada.
Así que caminamos por encima de la Vía Expresa.
- Oh, estoy muy drogado.
- Sí, yo también.
- ¿Sabes?, te he visto en Polvos Azules.
Hace demasiado calor en la ciudad.
- Sí, y yo te vi en el concierto de Inyectores.
- Yo sólo voy cuando toca Spicosis.
- ¿Te gusta el ska?
- No, me gusta el grunge.
- Es igual.
- Sí, sí.
- Como sea.
Caminamos un rato.
- Yo soy Lili.
- Y yo Droguerto.
El cielo es azul.
- ¿Y dónde es que vives, Droguerto?
- Cerca de aquí. En Arenales. En una habitación.
- Vives solo.
- ¿Cómo lo sabes?
- No sé. Yo hace tiempo vivo sola.
- Qué bueno.
- ¿Y tienes novia?
- ¿Eso qué importa?
- Era una pregunta al aire.
- Tenía.
En calor hacía que de las cejas de Droguerto corrieran gotas de sudor hasta sus labios. Tenía el pelo negro, y demasiado largo. Era de mal gusto. Vestía todo de negro y tenía mal aspecto. Yo llevaba un vestido largo estilo hindú y juraba que me veía regia.
- Entonces vamos a mi departamento en Breña. Tengo más marihuana ahí.
Cambiamos de dirección. Ahora íbamos por mi ruta.
- Así que también vives sola.
- Así parece.
- Tus papás están fuera de Lima.
- Digamos que los maté, los cociné, y me los comí.
Droguerto sonrió.
- Qué bien.
- ¿Y qué pasó con tu novia?
- Mi ex.
- Sí, qué pasó con ella.
- Prefiero no hablar de eso ahora -susurró, luego de una breve pausa.
- Au. Entonces ¿fue duro?
- Un poco duro.
- ¿Y ella dónde está ahora?
- No lo sé.
- Jodiendo con otro, seguro.
- Es lo más probable.
- ¿Y ahora?
- Todavía te queda esa pava.
- Claro que sí.
- Necesito fumar.
Droguerto se estaciona dentro de una cabina telefónica y prende lo que queda del wiro.
- Uf, qué calor hace.
- Sí. Jmmm. Uhg, cock, cock.
- No te atores, por Dios. Vamos.
Droguerto se puso de varios colores y me miró de reojo mientras terminó de fumar aquella cosa. Yo paré un heladero y me compré un Donito. En seguida Droguerto me preguntó:
- ¿Qué es lo que vamos a hacer en tu depa?
- ¿Qué se supone que tenemos que hacer?
Fue cuando Droguerto me contó una historia muy pero muy estúpida acerca de un amigo suyo que, saliendo de la Universidad donde estudiaba, una noche (la misma noche de septiembre en que Jujimori anunció su renuncia por televisión) más o menos en la altura de la pared donde está escrito “¡Nelida Colán! ¡por el culo te la dan!” una chica parecida a mí, de aproximadamente mis mismas características, le había enseñado la teta derecha a su amigo y le había extirpado un riñón en un telo, horas después.
Fue una historia que opté por dejar pasar de largo.
- Mira, niño. No me importa si te cagas de miedo o no.
A la media hora ya estábamos en mi cama, fornicando.

Luego Droguerto me dice, pálido, con aquella barbilla incipiente, que lo disculpe, que no quiso hacerlo. Se le ve confundido y abochornado. Tiene el cabello revuelto por todos lados y de su pecho cuelga una especie de medalla de primera comunión plateada. Está completamente desnudo y su miembro es una especie de gusano adolorido.
Droguerto dice que estuvo muy bueno y que por eso pasó lo que pasó. Que estaba muy excitado, y que no pudo más. Que está un poco confundido, también, por todo. Por el día. Por el calor en la habitación, y por lo cerca que está la Navidad. Que nunca se imaginó conocerme y que, de alguna manera, se siente afortunado.
Droguerto prepara algo para comer y yo me siento en calzón a observar. No sabe manejar la cocina ni las sartenes, y piensa que los macarrones con queso son una especie de sopa amarillenta. Pero yo solo recuerdo los momentos previos, cuando, metidos en la cama y con aquellas ideas en la cabeza, Droguerto me quitó la ropa y me empezó a lamer la entrepierna.
- Bueno, Droguer, ya fue.
- ¿Qué cosa? ¿Los macarrones?
Mi habitación estaba hecha un desastre.
- Sí, olvida ya esa porquería.
Nos echamos otra vez en la cama.
Droguerto, entre confundido y aliviado, me pregunta:
- ¿Tú me quieres?
Por qué habría elegido a un punkeke de mala muerte. Pensé en los lugares donde me lo pude haber encontrado antes: en Quilca, en el Averno, en un concierto en Jesús María...
- No. -Yo misma me noté una voz firme, demasiado justa.- No te hagas ideas estúpidas en la cabeza.
Droguerto dio vueltas alrededor mi habitación como mareado.
- Oye, Droguer, no te preocupes...
- ¿Preocuparme de qué?
- Ya sabes...
Habíamos estado en mi cama, casi desnudos, cuando Droguerto me había cogido de las tetas y las había estrujado en contra suyo. Las había lamido y luego había cogido mi calzón, húmedo, y de había deshecho de él. Fue cuando empezó a lamerme y yo me salí de control, excitada.
- Vamos...
- Nunca fui bueno, en la cama. ¿Sabes?
- Eso no importa.
Pero sí importaba.
- Mierda. Haz lo que quieras, tío.
- No me trates de tío, que no te queda.
- Jódete.
Droguerto se había bajado los pantalones, su calzoncillo (que logré notar amarillo) era de niño tonto. Suspiré.
- ¿Qué sucede?
- Nada, nada...
- ¿No que tenías más hierba aquí?
- Te mentí.
- ¿Tienes condón? -Le pregunté, cuando estábamos en la cama.
- ¿Por qué habría de traer yo uno?
- Puta madre. ¿Y ahora?
Me fijé en el erecto pene de Droguerto. Era una cosa flácida y marrón. Yo estaba con las piernas abiertas y esperaba ansiosa esa penetración que se alargaba. Podía oler el humor de mi vagina.
- No podemos tirar sin condón.
- Es una mierda.
Aguardé unos instantes.
- Okey, lámeme.
Y Droguerto me hizo la sopa.


domingo, diciembre 26, 2004

algunos momentos importantes en la vida de Gustavo Pétrovich

Prendo aquel pedazo de wiro agazapado en el baño de la Universidad donde estudio, pensando como un degenerado, mientras alrededor mío mi cerebro intranquilo hilvana imágenes de mí mismo en esta misma posición. Algunas veces prometí no volver a arriesgarme estúpidamente por nada. Pero ahora el olor de aquella marihuana riposa llega a mis pulmones consternada, contemplando el humo que nace y desaparece a unos centímetros en frente mío. Y este mismo humo llega a mis pulmones mientras doy un par de pitadas y succiono. Observo con el rabillo del ojo la puerta y la ventana (por allí el día no alumbra ya nada) y es casi de noche.
Me encierro en el único baño de la facultad y fumo. Para soportar el dolor (¿?) y la paranoia de estar, la paranoia de existir, de estudiar, antes de oler a mis compañeros de clase adictos al alcohol los viernes por la tarde, pero cuando salgo del cubículo donde me quemé hasta la punta de los dedos todo está quieto y sumergido en una especie de bruma incandescente que huele a marihuana riposa. Y pienso entonces que todo está mal, que no es conveniente, que no debería ser así.
Por el lavatorio me miro en el espejo y tengo los ojos rojos, inyectados de sangre (contemplo cuidadosamente mi camisa a cuadros y lo demás) mientras sorbo un poco de agua entre mis manos y bebo. Ni siquiera puedo escupir bien. Pronto ya no quedará nada, pienso. El constante pasar de los días en un mundo terrible y de oídos sordos. Muy pronto caeré otra vez en las terribles garras de la cocaína, y por la noche me cubriré de sábanas negras. Nadie podrá controlar mis sentimientos (¿?).
Dejo atrás el baño.

Diciembre 2000 5.32pm
Decido ir donde Lucciana pero luego no. Luego decido que en definitiva es lo mejor, y cuando me subo al micro que me llevará a donde ella vive con su madre durante las vacaciones, un edificio alto en el cruce de Velasco Astete con Benavides, me entra un pánico atroz y no puedo.
Es verano.
No puedo hacerlo. Las pistas están iluminadas con luz extraña, luz de diciembre. Luz propia de California. Terrible luz devoradora. Inmensa habilidad para molestarme injustamente si es que toco el timbre y nadie me contesta. Pero eso no sucede. Simplemente no lo intento. Tristemente, no es culpa mía. No es culpa de nadie. Y procesando pensamientos, que antes, que cuando vivía junto a mi casa, podía verla desnudarse poco a poco desde mi azotea sin que ella se diera cuenta (eso lo hacía a menudo, también hacía cosas peores). Porque cuando Lucciana dormía a unos metros de mi casa, yo alcanzaba a mirar sus sueños proyectados en el techo de mi habitación.
Era difícil de explicar entonces, pero ahora, usando un poco de imaginación, es muy fácil. Me obsesioné con la imagen. Porque, el mundo está lleno de imágenes ¿o me equivoco?. A unos metros de mí, ahora, la Feria Navideña del Trigal en sus últimos días luce alborotada. Hay un millón de personas allí. Siento un vacío estremecedor. Me canso de esperar, y decido tomar un micro, y me voy.
Ya es tarde.
Pero en el micro me voy cuenta que no traigo la billetera conmigo. Así que me bajo lo antes que puedo frente a la Universidad Ricardo Palma. Y cruzo la pista, y descanso en un parque antes de pensar qué hacer. Caminar. Camino largo. Insurrecto.
Mucha flojera.
Si Lucciana viviera cerca a mí este verano, también podría encontrármela caminando mientras va a clases por la tarde. Podría conocerla por segunda vez si supiera encontrármela de nuevo caminando por el parque con sus amigas. Yo nada más escuchaba a Sabina en mi walkman negro, y Lucciana vestía una camisa blanca y una chompa negra, y una chalina crema y un jean oscuro con un cinturón también crema.
Encuentro mi billetera en un bolsillo que no sabía que existía en mi ropa de baño negra, que a veces incluso uso hasta para dormir por la noche. Así que tomo un micro, y me voy.
Me siento en una banca una vez que he bajado del micro y camino un poco. Llego hasta allí y me siento y luego fumo (tengo algunos cigarrillos en una latita pintada de negro, con figuritas extrañas) y pienso de nuevo en que lo que me ha sucedido hasta ahora es estúpido, muy estúpido, y también pienso en Lucciana, que según parece no quiere saber nada más de mí (o de Marcel) o de alguno de nosotros por algún tiempo. Y mirando al cielo me pregunto si fue Walter quien la asustó, o si fue Marc, pero no me pregunto si fui yo, porque eso no puede ser. Y luego me cuestiono de la misma manera si es que Lucciana en algún momento supo que las cosas eran así, o si lo había sospechado desde antes incluso de habernos conocido. Y aunque dudo que ella sospeche algo, estoy completamente seguro de que ahora hay suficiente distancia física y mental entre los dos. Y al final, parado a unas cuantas cuadras en mi casa, mirando el asfalto y fumando un cigarrillo con tristeza, alguien me pregunta:
- ¿Qué haces?
Tomás estaba parado en frente mío con su mochila y su short largo color negro. Luego me mira a los ojos y me dice:
- ¿Estas fumado?
Trastabillé.
- ¿Qué sucede?
Tomás aguarda un segundo y dice:
- ¿Qué estás haciendo?
Cuestiono si lo que quiere mi hermano es ser es sagaz.
- He estado parado aquí, pensando.
Le doy una calada más al cigarrillo entre mis dedos y Tomás voltea y mira a mi alrededor mientras lo carros pasan en forma contradictoria, pendiente de mis ojos.
- ¿Y por qué estás así?
- ¿Cómo?
- Así, no lo sé.
- ¿Qué?
Tomás cambia de dirección su mirada y cierra la boca.
- Estoy triste -digo, pero es nada más por decir algo.
- ¿Y por qué estas así? -Pregunta mi hermano, unos minutos después.
Me mantengo callado unos instantes.
- Tengo dieciséis, tú también estarías triste si tuvieras dieciséis años.
- Sí. Tienes razón.
Y cuando la luz del semáforo cambia a roja, mi hermano Tomás y yo avanzamos y caminamos algunas cuantas cuadras sin decir una sola palabra hasta llegar a casa.

Las gotas que caen por mi ventana son como pequeñas estrellas transparentes que chocan en contra mío. Termina enero y observo a través de mi ventana un amanecer extraño. No sabría cómo describirlo. Walter se pone de pié tambaleante (intentando prender otro cigarrillo) y ahora Walter, quien ha terminado de ponerse de pié y lleva una venda pegada en la cabeza, golpea afablemente mi espalda.
- ¿Qué sucede? -Le pregunto.
Alrededor mío hay botellas de cerveza y ceniceros repletos de colillas fumadas. Los que llegaron aquella noche tuvieron que aguantarse con miedo una sonrisa narcótica en mi cara.
- Ya amaneció...
Marcel, Walter y Marc sostienen sus párpados azulados con vehemencia. Hemos intentado mantener el mismo ritmo loco de anoche. O sea, el mismo ritmo loco de las once o de las doce, cuando las luces estaban prendidas y corría alrededor de nosotros un aire fresco asentado en mi cara. Y el amanecer...
La gente llegó cerca de las nueve. Malos augurios de parte de la Universidad a la que ingresé. Cuando vi mis resultados a la tarde, exclamé: “¿Y eso qué significa?”. Malas vibras de parte mía con respecto a mi familia. Había un aire denso en el ambiente.
Malas vibras de parte mía con respecto a los que se aparecieron en mi casa.
- Hola.
La cabeza me dio vueltas, había bebido desde la mañana y no me sentía bien. Hubiera preferido comer durante el almuerzo y comportarme como una persona normal, durante un día normal. Pero no podía. Había ingresado.
Cambié de música. Puse la banda sonora de Pulp Ficcion. Mi casa era invadida por la media luz. La media luz tan tenue, imperante en el lugar. Mi pelo largo y rizado caía por mis hombros, me fastidiaba mucho al momento de inhalar. Me fijé en la hora. Le lavé la cara. Me mojé el pelo. Ahora lo tenía amontonado en la espalda.
Melisa me abordó, y dijo:
- ¡Gustavo! ¡Gustavo! Felicidades. Qué chévere que hayas ingresado.
Sonreí a la fuerza.
- Gracias...
- ¿Sabes que vamos a estar en la misma facultad, no?
- No. No lo sabía. -Negué con la cabeza.
Otra vez sentado en la mesa, destapamos un par de cervezas y le ofrecimos un poco a las chicas. Paula y sus amigas estaban muy atentas y aburridas de todo.
- Eso les pasa por venir a aprovecharse de la gente -susurré malhumorado en la mesa.
- ¿Las vas a dejar afuera?
Marc también susurraba.
- No, no puede ser, estas loco...
Alguien, creo que Canuto, estalló de risa:
- ¡Ja, ja, ja!
Walter salió del baño.
- ¿Qué quieres? -le dije a Marc, mientras entraba a la cocina- ¿Quieres que las haga entrar donde está la diversión?
Minutos más tarde, sin que yo estuviera cerca, Marc se puso de pié y empezó a hacer su trabajo. Cuando salí de la cocina, con vasos y sangría helada, lo intercepté.
- ¿Qué carajo haces?
Todos se han puesto de pié, sujetan sus vasos y miraban fijamente la nada.
- Espacio -alegó.
Miré a ambos lados.
- ¿Espacio...? ¿Para qué chucha quieres espacio?
- Para bailar.
Marcel lanzó una carcajada. Walter, quien se había inclinado, se paró en medio de la habitación, encima del rincón donde la gente supuestamente bailaría...
- ¿Qué te pasa? ¿Estás idiota?
Volví a poner las cosas en su sitio. Marc se sentó agotado. Cambié de música. Puse El salmón. Paula y sus amigas se habían acercado y me miraban atentamente desde la puerta.
- Ustedes -Hice un ademán estúpido y me reí.
Melisa, Cynthia y Canuto nos dieron el alcance mientras llevaba a Paula y sus amigas hacia la puerta. El cielo yacía negro encima nuestro. Todos coincidieron en que querían salir y comprar algo. Me parecía estupendo, claro que sí, les pregunté si tenían suficiente dinero a lo que Melisa me respondió que no había problema, y luego les pregunte desconcertado si es que ya se conocían todos y ambos extremos rieron estrepitosamente.
En la puerta el viento de invierno me congeló los huesos. Afuera, en la oscuridad de la noche y de mi cuadra, entre los árboles amarillentos por los postes de luz por la noche, entre la niebla que te ciega: un montón de sombras se formaron.
- Qué horror.
Cerré la puerta. Ahora que lo pienso, todo debe haber sido paranoia mía. Otra vez en la sala, Janis Joplin grita. Los muchachos andamos muy animados, claro que sí. Todo va bien. Walter baila moviendo las piernas eléctricamente. Marcel y Marc se parten de la risa. Ya no suena El salmón por ningún lado. Obvio. Abro una ventana. Otra cerveza. Me muevo al ritmo de la música. Ahora las cosas andan bien. Sí, por supuesto. Claro que sí. Son las once de la noche y suena el timbre de mi casa. Hay fiesta. Pero yo no estoy dispuesto contestar. La noche sigue corriendo. Las veces en las que meto al baño suena Something going.
Alguien abre la puerta a mis espaldas. La verdad es que puede ser que yo esté delirando. Pero la mayoría son en realidad unos verdaderos hijos de puta. Un tipo, al que no conozco, o al que quizá no reconocí, está con una chica, y a la vez, esta chica está con otra chica a la que ella le habla solo con susurros al oído. Todos comen papitas con su cáscara, bañadas en sala a la huancaína que han servido en la mesa, en medio del jardín. Y también llega gente con nombres como: el Muerto, el Muphet, el gordo Manuel, Porongo, junto a más chicas: Verónica, Margarita, Yesenia, Carla... sin contar a Melisa y a Cynthia, por supuesto, y a ese otro sujeto, que no recuerdo bien su nombre pero que con seguridad en un rato recordaré...
La cosa es que Marc se anima y como que se le ha pasado un poco la mano con aquella cosa en el baño, y al instante siguiente ya ha reanudado su trabajo y ahora prende unas enormes luces bicolores sin que nadie le diga nada, y de pronto algunas parejas se ponen a bailar.
Walter me da de palmadas en la espalda.
- Buena voz... buena voz -no deja de balbucear.
Y Melisa, cansada de caminar, se ha sentado junto a mí y dice cosas como:
- ¿Qué tal?
Y yo respondo cosas como:
- Ahí...
Y ella sonríe afablemente.
Melisa huele como a Fuit Loops. Casi sin darme cuenta hago un flashback inmediato y vuelvo a tener siete años.
- Vamos a estudiar juntos -me dice.
- ¿Qué tan justos?
- Lo suficiente...
Melisa ríe. Es una risa estúpida. De chica tonta que acaba de ingresar a la Universidad (aunque el que acaba de ingresar soy yo) y tengo el pelo muy largo, nadie me lo había cortado. No era el prototipo de cachimbo.
Todas bailan. Marc suda frenéticamente. Walter se pone en guardia y de un salto atraviesa la sala y cambia la música otra vez por rock de los 60´s. Luego se pone a bailar moviendo las piernas eléctricamente. Las chicas regresan al jardín.
Todavía hay papitas con su cáscara y cremas. Lo suficiente como para toda la noche. Y, maldita sea, por la mañana se podrirán y toda la casa olerá a mierda.
- Así que vas a estar un año más avanzada que yo.
Melisa asintió.
- Así parece.
Me mantuve callado.
- Quién lo diría -solté, casi espontáneamente.
Marc va a la cocina. Bota a un par de zombis que fumaban marihuana alegremente. Pero eso estaba fuera del alcance visual de Melisa. Ella sonríe sin preocuparse por nada.
- ¡Malditos fumones! - escuché que gritaba Marc echándolos a patadas de mi cocina- ¡Maldita sea!
Melisa se pone de pie. Yo estoy ebrio.
- ¿A dónde vas? -Le pregunto.
Melisa se acomoda el jeans ajustado. Su pelo se ve casi negro entre la neblina y la luz de quisquillosos colores fosforescentes. De repente me di cuenta que yo apretaba los labios y estaba sudando.
- Ya vengo.
Empezaba la madrugada. Entonces todo se iría a la mierda. Eso pensé. La Hilacha, que vestía colorido y llevaba el pelo largo y anteojos, decía:
- ...he recibido un gran ímpetu e interés de parte de mi viejo, ¿sabes? y de mi vieja también...
Volví a renegar de todos una vez más.
- Malditos perros -susurré.
Entonces yo llevaba el pelo rizado, en aquella época, y este pelo rizado estaba muy amontonado encima de mi espalda, y vestía como beatnik y todo lo demás sonaba como el Honestidad Brutal pero sin las canciones melancólicas, que vendría a ser como el disco número tres de El salmón que ahora suena, y todo está tan quieto y es a la vez tan hermoso como ruin, y yo me veía a mí mismo tan joven...
Una chica viene y me pregunta por los demás discos de El salmón.
- Son cinco -le mostré-, como los dedos de una mano.
Le enseñé mi mano.
- Eso ya lo sé... Te estoy preguntando dónde es que están, quiero verlos...
- ¿Por qué? -Le pregunté, y en seguida- Están aquí...
- A ver...
Ella los miró detenidamente.
- Tengo más inéditos, si deseas...
- No. Quiero ver estos ahora.
- ¿Para qué? -Me reí- ¿Te los vas a llevar?
Pausa.
- Qué tal imbésil... -susurró.
Me quedé mudo. Pedí que me alcanzaran el Deep Camboya. Se lo mostré.
- ¿Qué es esto?
- Es como un disco. ¿Sabes? Acaba de salir... Es como muy narcótico...
Ella emitió un sonido con la lengua. Un chasquido, pero con eco. Llevaba una falda hasta por los pies, un escote muy escotado, y zapatos de tacón alto.
Luego refunfuñó:
- Jmmm...
- Así es -cabeceé. Miré mi reloj, eran casi la una de la madrugada.
Pensé que había encontrado buena conversa, así que me reí y después me digné a hacer una mueca muy narcótica, muy coquera, mientras el otro tipo, que acompañaba al grupo de la Hilacha, estaba parado en frente mío, y también contemplaba algunos discos con ella y susurraba.
Luego vi el Deep Camboya entre sus manos.
- ¿Quieres escucharlo?
- No.
Hubo una pausa.
- ¿Entonces qué quieres?
- Quiero saber dónde lo haz conseguido.
- En Internet.
- Ya veo. Pero ¿en dónde?
- Creo que es... especiesquedesaparecen. com. ar... Una mierda así, algo por el estilo.
- ¿www.especiesquedesaparecen.com.ar?
- Creo que sí.
- No. -Intervino Marcel, haciéndome a un lado- Ha cambiado, ahora es www.calamaropuntocom.com
- ¿Estás seguro?
- Sí.
- ¿Seguro?
- Creo que sí.
- Entonces debe ser ése.
La chica y el otro tipo se quedaron mirándome atentos.
- ¿Ustedes cómo se llaman?... O mejor dicho... ¿Qué es lo que hacen aquí?
Era una pregunta clara. Transparente, casi brillaba. Era cristalina. Ambos se miraron mutuamente, sin mucho interés.
- Vinimos con él -señalaron a la Hilacha.
- Ese concha... -exclamé, lírico- Creo que voy a vomitar.
Eran efectos del alcohol.
- Ya me lo imaginaba... -dijo Marcel, y en seguida- ¿quieren escuchar el disco, verdad?
Ambos negaron con la cabeza.
- Es igual.
Mientras colocamos el disco, sonriendo, pensamos que poner eso en una fiesta así era como decirles a todos que la cordura se acabó, porque, o estás en su película o estás en la mía. Y la chica, que se llamaba Lili, a pesar de todo, sonrió a medias con algunas de las mejores canciones del Deep Camboya: pura psicosis anfetamínica. Y Diego, el otro tipo, ni se inmutó. Nosotros nos reímos, y por alguna razón el baño permaneció ocupado desde tempranas horas de la noche.
Por un segundo pensé que iba a quedarme dormido, pero cuando otro tipo del colegio, a quién no reconocí a primera vista, se sentó frente a mí y me saludó y empezó a hablar de una chica que se llamaba Karen y etc...
- Por favor, que alguien se lleve a este tipo -imploré.
Marc, quien bailaba frenéticamente con una chica, volteó y me hizo una seña obscena con los dientes. Nadie se percató de ello. Por igual, nadie se llevó al sujeto.
- Maldita sea -susurré-, llévenselo antes que le parta la cabeza con un machete...
De entre la luz narcótica salió un tumulto de gente desorientada. El gordo Manuel fumaba cigarrillos sentado en un enorme sillón color rojo. Como pude, me escabullí hasta lograr insertarme por una ventana secreta al baño. Cuando salí de allí tenía la nariz entumecida. Era verano. La niebla llegó y tocó la superficie del agua en mi piscina.
La chica, Lili, se había sentado en mi sitio, frente a Marcel y a Walter quienes se mantenían quietos y agazapados. Marc había traído consigo un montón de anticuchos y picarones calientes que se había tragado sin masticar.
- Tú hermano los hace -me comentó-, trae más antes de que se acabe -alcanzó a gritar entre la música demente de las dos de la mañana.
Walter y yo fuimos tras ellos. Tomás se había puesto un sombrero de chef y llevaba consigo un mandil que rezaba Kiss me please o Kiss the chef o algo por el estilo... Me paré y fui hasta donde salía el humo y el olor a comida. Pillé un par de platos y me senté frente a la parrilla a esperar. Alrededor mío. Uno de los chicos malos del colegio estaba ahogándose en mi piscina. Tuve unas ganas increíbles de erguirme con un solo pié y huir.
- Vamos, Gustavo, es tu hermano... qué digo... es tu fiesta... Como tu representante, te recomiendo que arrimes a toda esta gente de aquí y pidas tu parte...
A aquellas horas de la madrugada, con todo el alcohol circulando por mis venas, el rostro de mi hermano Tomás resplandecía en lo que parecía ser una parrilla eléctrica algo vieja, que había posicionado justo a un costado de la otra salida que tenía el interior de mi casa al jardín. Justo donde Marc había votado a los trastornados drogadictos que fumaban alegremente marihuana en mi casa. Una nube negra oscureció la noche.
- Vamos... vamos. Arrímense, que hay para todos.
Walter pensó que íbamos a esperar para siempre.
- ¡Te digo que pidas nuestro anticuchos!
Vacilé un tanto, exterminé un par de ideas en mi cabeza.
- Está bien... está bien. Ya va.
Pateé el culo de unas cuantas chicas. Yesenia me miró enfadada. Me negué a patearle el trasero a Margarita. Luego Lili, otra vez ofuscada e inexplicablemente adelante mío, me miró con lo que parecía ser una perfecta cara de culo, y dijo que el disco inédito estaba bueno, quiero decir, interesante... Pero como que le faltaba escuchar aún varias canciones del disco quíntuple. Así que no le dije nada y me limité a darle la razón.
- Claro que sí, por supuesto.
Tomás colocó algunos cuantos anticuchos en un pequeño platito de plástico. Esperó a que Lili se fuera. Un uruguayo, al que mis amigos y yo conocíamos tan solo como Uruguayo Sin Termo, acompañaba a Tomás en la parrilla, y reía bastante sujetando lo que parecía ser un brillante vaso de wiscky amarillo en las rocas. Me miró con una cara y una sonrisa medio retorcida y una barba incipiente.
- ¿Cómo te va, chico? Te felicito, eh.
Luego Tomás se negó a servirme papitas y anticuchos para mí y para mis amigos en platitos tan ridículos. Así que cogió lo que parecía ser un plato grande y me sirvió media docena de anticuchos al hilo. Uruguayo Sin Termo brindó por mi excelente puesto y mi sabiduría plena. Yo tartamudeé y me reí.
- Sabes que no es para tanto.
Uruguayo Sin Termo suspiró.
- Nunca es para tanto. ¿Has visto? Tu hermano es un genio -le dijo a Tomás-, tu hermano es lo más...
Lili me abordó sin mucho miramiento. Vi que el Canuto y su prima Yesenia discutían por algo. Luego vi que Lili y Canuto conversaban muy alegremente. Luego vi que Canuto y sus amigos se drogaban mucho en el baño, salían de allí todo tipo de sabores y olores.
Dieron las tres de la mañana. Era imposible seguir el ritmo loco de la mañana. Marc estaba asustado sentado en el sillón, frenéticamente seguro de que la gente lo alucinaba demasiado.
- ¿Por qué la gente me alucina tanto? ¿Por qué la gente está tan loca?
Sonaba una canción que habíamos bajado recientemente de la red. Andrés Calamaro bailaba y decía “¡muerto el perro se acabó la rabia!” y en seguida hacía combinaciones terminadas con INA: “codeína, anfetamina, carolina... propina, mina, cocaína fina, nicotina y alquitrán...”.
Un chico, al que algunos llamaban el Podri y otros llamaban Camilo, rescató al sujeto que se ahogaba muy drogado en mi piscina. Tomás, que estaba ocupado cocinando los anticuchos y picarones no se dio cuenta de nada. A pesar del esfuerzo sobrehumano de Marc, nadie había logrado acabarse las papas. Un chico, medio retrasado mental o muy pasado en Éxtasis, se le ocurrió la loca idea de regalarme un panetón, y exigía (como algo muy corriente y perfectamente normal) que lo abriera para comerlo entre todos. Marcel lo partió por la mitad.
- Este es para ustedes... y este para mí.
- No, broder... te digo que es para todos....
- Es igual.
El tipo del regalo comestible desapareció entre las sombras amoratadas antes de acabarse el panetón. Marc aulló diciendo que había visto un gato.
- ¡Es un gato! -gritó- ¡a atravesado la habitación de esquina a esquina, y es negro!
De pronto todo olió a marihuana dulce. Al principio no le hicimos caso, pero Marc enfureció de repente. Tenía la cara sucia de miel y migajas de panetón barato. Aulló. En un diente mal curado se había quedado atrapado un pedazo de fruta seca pintada de rojo.
- ¡Malditos hijos de puta!
El olor venía del segundo piso. Marc corrió de prisa. Pateando la puerta logramos alcanzarlo con dificultad. No era el segundo piso. Era el tercero. La habitación era desde hacía unos tres años aproximadamente, un depósito de basura. Nosotros no teníamos acceso al segundo piso, donde dormían mis padres con música ambiental, kilos de Xanax, y muchos tapones para los oídos. Walter llegó traspirado. Adentro, una orgía.
Lili, la Hilacha y otro tipo fumaban de lo lindo. Habían pintado líneas blancas en los espejos y habían tenido una orgía privada. La Hilacha, quien tenía un varulo prendido en una mano, se reincorporó de prisa.
- Hombre, sabes que no es lo que parece.
A Marc se le abultó una vena en la frente. Por su mirada pude suponer que la fiesta había terminado. No quise ver lo demás.
Marc estampó a la Hilacha contra la pared. Marcel miraba fijamente a Lili quien permanecía desnuda, muda y contemplándolo todo. El otro chico, que no recuerdo bien cómo se llamaba, se apresuró y se vistió con lo que pudo (cuando los interrumpimos, aún estaban desnudos, y la Hilacha practicaba sexo oral con él) y una vez listo, con un pantalón mal puesto, se abalanzó contra Marc.
Marcel alcanzó con una sola mano un bat de baseball. Walter buscó otras cosas más entre los estantes de madera podrida. Marcel derrumbó al tipo que trataba de privar a Marc. Un par de golpes inseguros en la cara. Con un mínimo de descuido, Walter yacía debajo de una cama giratoria. Había sangre por todas partes. Lili (entonces yo se veía fea y narizona, estaba completamente desnuda) continuaba muda y paralizada del todo.
Marc volvió a gritar. Sus ojos se salieron de las órbitas. La Hilacha vomitó. Con más razón, Marc y Marcel prosiguieron. Me incliné a auxiliar a Walter que sangraba. Habían lágrimas en su rostro. Lili inhaló un par de líneas más por medio de una cañita ante la incredulidad de mis ojos.
- ¡Qué carajo!
La Hilacha se desmayó.

FIN DE LA PRIMERA PARTE.
Intermedio.
Piano. Sonaba el piano. Sí. La vecina tocaba su piano, y lo hacía con mucha fuerza y delicadeza mientras yo despertaba, ese sábado que no parecía sábado, pero que tras un mínimo de tiempo (que en realidad fueron tres horas) y una serie de pensamientos sin importancia, pude ponerme en guardia y susurrar que la nada, que la noche, que no estuvo tan malo (aunque la realidad era que había sido muy malo, demasiado malo) y una vez confirmada la quietud de aquel día, y habiendo comprobado que era ese día y no otro, me levante de la cama y me fui.

FIN DEL INTERMEDIO.
Segunda parte.
- ¿Qué carajo has hecho?
- Puta madre.
- ¡Se acabó! ¡Huevón! ¡Se acabó todo!
Era de madrugada en la azotea.
La única testigo que podría alegar algo en contra nuestra no dejaba de meterse líneas desesperadamente por su nariz, usando un pequeño pedazo de cañita encima de un espejo.
De inmediato pensé en comisarías, y de comisarías pasé a pensar en delegaciones, y de delegaciones pasé a pensar en laboratorios, y los laboratorios me hicieron recordar viejos exámenes de toxinas, y eso me hizo pensar que todos estábamos locos y en el mismo barco que se hundía.
- ¡Mierda! -Le grité a Lili- ¿Quieres dejar de hacer eso?
Walter lloraba. Decía que había perdido una pierna.
- He perdido una pierna -decía, entre quejidos- ¡no siento mi pierna!
Una voz en mi interior decía que con eso iba a aprender a dejar de hacer tantas tonterías, pero la verdad es que no le creía nada a nadie y menos a esa vocecita tan estúpida que había en mi interior. Y por otro lado no podía dejar de estornudar, soy alérgico al polvo.
Habían pasado ya quince minutos desde que cesó la violencia en mi azotea. Parecía titular de periódico chicha. Y abajo la música y el trago habían hecho lenta la velada y había hecho que nadie se diera cuenta de nada. Hasta la luz pasó de ser tenue a rojiza. Todo había sucedido en la más completa oscuridad. Y todo aún olía mucho a marihuana. Y a sexo.
Walter pidió una calada.
- No amigo -dijo Lili-, ten esto. -Walter aspiró todo lo que pudo- Te quitará el dolor. Claro que sí. Ya no sentirás nada.
Diez minutos más tarde caminábamos por el techo suspirando. La ciudad y los alrededores en medio de la absoluta neblina. Era enero.
Temblábamos.
- No es para tanto -dijo Marcel.
- ¿Tú crees?
- Por favor... estaban fornicando en mi azotea. Es como para darles una paliza... por Dios...
- No.
Marc sudaba. Hacía un frío. Marc llevaba apenas con un polo y una camisa de manga corta encima.
- Es que no lo entienden -agregó-, nadie mata a nadie así como así...
Lili, que estaba en ese momento con nosotros, hizo un sonido con los dientes:
- Oigan, vamos... yo hubiera hecho lo mismo... por favor. Nada más son un par de cabros, cualquier juez los ampararía en una situación así.
- ¿Qué? -Intervino Marc- ¿No has oído hablar del MHOL? Movimiento Homosexual de Lima... esos tíos van a saltar en una apenas escuchen las noticias por la mañana... No van a necesitar que nadie los llame... Van a...
- Tranquilízate Marc. Vamos, ¿de qué lado estás? -Walter llevaba un trapo mojado en la cabeza, de donde sangraba.
- Bueno, bueno, tranquilos... -dijo Lili-, lo primero es ver si de verdad están muertos...
Nos escabullimos del techo a la azotea, caminamos uno por uno hasta el cuarto que era un depósito. Toda una fila de cachivaches, incluyendo una cama portátil de acero inoxidable puro de los años cincuentas que había caído encima de la cabeza de Walter, claro que ahora él ya no sentía nada...
- Tengo la cara como piedra -aseguró.
Caminamos hasta la habitación y prendimos la luz. Por primera vez vimos el desastre. La sangre de la Hilacha era negra, demasiado negra, y había salido por su boca, junto con un diente y saliva. Aparte de un fuerte moretón en la cara no tenía nada. Por otro lado, ni quiera sabíamos cómo el otro sujeto, Diego, se había desmayado. Ni siquiera tenía golpes claros, ni nada.
- ¿Nos están hueveando?
- ¡Puta madre! ¡Ya estuvo bueno! -Grité.
Diego se despertó, asustado (o quizá nunca se desmayó, ¿o estaría anémico?) no llevaba nada encima y su pecho era oscuro, color piel. Me percaté de una mancha de semen en la pared.
- Pero qué tal mierda -exclamé.
Apagamos la luz y nos fuimos. Le dejamos encargado a Lili que bajara el cuerpo, inerte o no, de la Hilacha. Y también le dijimos que no volviera a manchar la pared con semen o con algún otro fluido corporal. Le ordenamos que lo limpiaran todo, porque sino no conseguiríamos seguir con la fiesta en paz.
Del segundo piso bajé alcohol, curitas y una enorme venda para el pobre Walter, un poco de algodón y además muchas cosas. Me fijé en mis padres, que dormían tal vez el sueño de los justos. Observé unas pastilla refrigeradas, buscaba gel o hielo para desinflamar los golpes de Walter. Había una que no recuerdo bien cómo se llamaba pero que contenía 2.5gr de clorhidrato de cincocaína. Me alarmé. ¿Qué hacía eso en mi casa? Leí las instrucciones. Vía: rectal.
Lo dejé a un lado.
Terminé en la cocina acumulando en una bolsita algo de hielo para el pobre Walter. Una vez que volví a la reunión, Lili, Canuto y Melisa estaban sentados en una misma mesita negra. Pregunté por la Hilacha y me dijeron que estaba arriba limpiándolo todo. Fui donde Walter, y él dijo:
- Uy, buena voz... justo lo que necesitaba...
Arrojó los hielos en un enorme vaso de ron.
- Gracias, Gustavo.
- Pero Walter. Te he traído los malditos hielos para tu cabeza.
Walter respiró: shhh, shhh...
- Con las vendas y el algodón estaré bien...
Me pregunté si la Hilacha y su amigo estarían en realidad limpiando la azotea. Una ola de adrenalina sacudió mi cuerpo.
No me interesaré en averiguarlo, pensé.
Otra vez Melisa está junto a mí y huele a Fruit Loops. Le comento que yo comía esos aritos de colores cuando era niño. Le cuento que me fascinaban, que cuando tenía más o menos seis o siete años no podía estar tranquilo si esa cajita roja y aquel pajarraco horrible estaban cerca de mí, acechando...
Ella me preguntó:
- ¿Qué?
- Olvídalo.
Ambos hacíamos cola esperando más anticuchos.
- ¿Y cómo es que has estado últimamente? -me preguntó.
- Bien...
Hubo un silencio desastroso.
- ¿En serio?
- ¿Cómo debería estar, según tú?
- No lo sé... -dijo Melisa, mirando el cielo negro- como yo: feliz, contenta, entretenida... Tal vez relajada, por haber ingresado a la Universidad...
- ¿Después de tanto tiempo? -Le increpé- He perdido más de año y medio...
- Pero estuviste trabajando, ¿no?
- Sí. Ya veo.
Melisa me dirigió un ademán extraño. Su cuerpo y sus piernas se juntaron con las mías.
- ¿Qué sucede? -Me dijo.
- Nada.
- De repente te has puesto extraño.
- ¿Eso crees?
- Sí.
La Hilacha y su amigo bajaron las escaleras tranquilos. Miraron alrededor, la Hilacha parecía estar de lo más normal, herido y sin un diente, pero de lo más normal.
Dejaron la escoba y los trapos sucios junto a la escalera. Caminaron hasta donde estaba Lili y le enseñaron algo entre los dedos. Me pregunté si se estarían llevando algo de valor de la azotea.
- Oye.
- ¿Qué cosa?
Tomás y su amigo avisaban que no había más anticuchos para nadie y cerraron la parrilla.
- Es triste -opinó Melisa.
- ¿Quedarnos sin anticuchos?
- No -exclamó, soltando una risita- ...eso no.
- ¿Entonces?
- Es triste empezar clases.
Lo pensé.
- No es triste. Es odioso...
- En fin.
Uruguayo Sin Termo dijo que aún habían algunos anticuchos más para nosotros. Cerraron el bar, ya no había más ron. Uruguayo Sin Termo dijo que aún habría algo de ron para nosotros. Poco a poco se fue la gente.
Melisa comió un par de anticuchos más. Marc dormitaba pero aún sabía llevarse el vaso ron a la boca. Uruguayo Sin Termo se fue, y de un minuto a otro Melisa ya no estaba más en ningún lado. Entre los cuatro restantes, ya noqueados, ya inconscientes, tuvimos que agazaparnos abrazados y tuvimos que ver amanecer una vez más. La mañana. Terrible. Dolorosa e insípida.
Punzo cortante.
- Ya amaneció.
Miré a Walter en sueños.
Teníamos los ojos rojos y nuestras ojeras eran verdes y azuladas.
- Por favor, dime algo que no sepa...
El olor a podrido se apoderó de la casa. Las salsas que Tomás había metido al comedor eran ahora un bodrio de feria rural y carnaval polaco.
- Es mejor que nos vayamos -le dije a Marc, sacudiéndolo fuertemente- mis padres no deben tardar, ¡bajarán en cualquier momento!
- ¡Ya va! ¡OK! ¡Ya va!
Una última canción sonaba en la radio. Era AM. El programa se llamaba La Máquina del Tiempo, y duraría una eternidad más.
Marcel alcanzó a decir
- ¡Asu! ¡Qué duro!
Lo intentamos cerca de media hora. Nadie podía mantenerse en pié. Sin embargo, todos avanzamos por el jardín hacia la puerta. El amanecer era frío, lleno de neblina. Le di mi encendedor a Walter. Pronto me di cuenta que no se trataba de un cigarrillo normal, sino que más bien era un enorme varulo blanco que todos fumamos sin excepción alguna, haciendo equilibro, parados en un solo pié, aquella mañana soleada de verano.
Y dije:
- Esto es demasiado. -Antes de irme a volar hasta mi cama, medité un poco acerca de nada, y me fui a vomitar inconsciente del todo. Insatisfecho hasta conmigo mismo, con el cuerpo cortado, borracho y drogado.
Inapetente.
Una palanquita y mi cerebro quedó en Off.

Diciembre 2000 9.45pm
Hice algo de yoga, luego me tumbé en el piso aquella mañana en que me desperté rojo, irritado, con el pelo revuelto y la cara deshecha. Tenía dos ojeras pronunciadas, las que me dignaba a ocultar sujetando de la montura mis anteojos de sol negros durante el almuerzo. Y me desperté, aquella mañana de diciembre (mes negro, del 2000) a purificar mi espíritu con cuatro poses inútiles, que había extraído de un diario local.
Di un salto del suelo a la profundidad de mi recámara. Le eché un ojo a la hora. Ya era mediodía. Afuera ni rastro de sol, o de cielo azul, o de verano. Nada de nada. Es diciembre.
¿Y ahora qué?
No quería quedarme en casa sin hacer nada.
Salí con mi familia a comer a un restaurante cerca. Evité tocar la ensalada. Más que otra cosa, comí papas fritas, y luego tomé un helado de máquina en el KFC o algo por el estilo. Caminamos un poco por el Centro Comercial. Y me mantuve sin decir una palabra.
Mi hermano preguntó:
- ¿Qué te pasa?
- Nada. -Le respondí.
- ¿Por qué esa cara?
Yo sabía que lo único que querían era hacerme hablar. Lo único que querían era escucharme maldecir una vez más. Solo una vez más. (Lo que en realidad me pasaba era que me dolía el cuerpo y en el fondo sentía que era demasiado pronto para empezar el verano. Un rayo de luz atravesó mi cerebro en ese instante).
- Oye... di algo pues.
- ¿Cómo qué cosa?
Tomás planteaba algo.
- Lo que sea.
Abrí mi bocota, solté un bramido:
- Lo que sea. -carraspeé.
Otra vez en mi habitación, oculto tras la luz transparente de mi computadora, escribo algo. A las nueve y media de la noche apago mi computadora y guardo mis archivos en disquetes previniendo varios tipos de virus en la red. Es sábado a la noche. Estaba a punto de quedarme dormido en la cocina cuando sonó el timbre.
Salgo a la calle a recibir a Walter. Me saluda y me dice cómo va todo.
- ¿Qué tal, Walter?
- Ahí pues, Gustavo.
- En fin, entra...
Subimos hasta mi habitación donde suena un concierto de Andrés Calamaro por todo el segundo piso. La luz que ilumina mi computadora y mi trabajo es muy tenue. Walter me pregunta si es que tengo algo para fumar a lo que yo le digo que no. Que estoy en nada. Pero tengo una par de cervezas abajo.
Lo que yo hago finalmente es tumbarme en mi cama mientras Walter lee con cierta tranquilidad fuera de este mundo aquella cosa que he escrito. Y yo tan solo escucho la voz gangosa de“Loco por ti” en la playa El silencio el año 1997. Y la respiración de Walter debido a su prominente catarro suena algo como shhh shhh shhh mientras mueve el mouse sin llegar a concentrarse del todo.
Finalmente Walter dice que no tiende muy bien quién es Guilder Aguilar Peña y qué es lo que tiene que ver con el señor Ramallo, y después de eso se levanta y se pone de pié con un pedazo de wiro en la mano, diciendo:
- Vamos al jardín.
Y luego se ríe, algo así como jo, jo, jo... por toda mi habitación.
En mi jardín miramos la luna reflejada en la pileta cuya agua hemos olvidado cambiar por años. La cañería es demasiado vieja y ya no circula suficiente líquido en ella, por lo que se ha llenado de distintas clases de musgo y algas verdes. Luce bien, si no se toma en cuenta que junto al patio, en la pared posterior, ha crecido una enredadera verde, mientras el suelo es por igual de piedras negras y además alrededor nuestro hay algunas sábilas y algunas plantas y algunas flores...
Prendí lo que era una especie de faro de luz amarilla muy potente.
- ¿Qué es de Marcel?
- No sé...
Walter le da un par de caladas a su pequeño pedazo de canuto y en seguida se atora. El patio se llena por un instante de humo. Walter me pasa la hierva envuelta en pegajoso papel de fumar embadurnado de THC. Un par de pitadas.
- Puta mare, Walter, mucho ruido haces...
- ¿Mucho?
- Sí.
Y después de unos instantes, una vez en la sala.
- ¿Gustavo, qué es de Lucciana?
Inmóvil, paralizado, mirando la luna reflejada en el agua podrida de mi patio. Me quedé mudo, como un idiota.
- Oye.
- ¿Qué pasa?
- Te he preguntado algo.
- ¿Qué cosa?
Walter rió, tiró lo que sobraba de hierba entre sus dedos y se repuso, se estabilizó (por un segundo era como si fuera a caerse de bruces contra el suelo) y después de eso me miró fijamente a los ojos y me dijo:
- ¿La has visto?
- ¿A quién?
- ¡A Lucciana!
- Ah. No pues, no la he visto desde que se mudó.
Hubo una pausa.
- Mejor... -tarareó Walter.
- ¿Por qué?
Una vez adentro, Walter prende un cigarrillo sentado en un sillón de mi sala, que es verde, sosteniendo un cenicero que es una mosca gigante de bronce. Y Walter sostiene aquel insecto largo rato hasta que descubre que al levantar sus alas es como un cenicero, y deja aquella cosa a un lado mientras fuma su cigarrillo. Cocinamos huevo revuelto en una sartén y comemos algunas galletas de chocolate y cerveza, hasta que me llené de valor y, después de pensarlo muy bien, alcanzo a decir:
- Entiende que Lucciana, conmigo sí... pero no, ¿manyas?
- ¿Qué?
Estábamos todavía en mi patio, terminando de fumar aquella pava, cuando Walter me dice:
- El huevo... y las galletas de chocolate, ¿sabes? Con la cerveza, como que no combina muy bien ¿no crees?
- Tienes toda la razón -argumenté.

Una vez que Walter se fue, acumulé las fuerzas suficientes como para volverme a hundir en la luz densa de la computadora sin más armas que mi cerebro y mis instintos.
Volví a ensimismarme en mi trabajo.
No entiendo exactamente el motivo de mi desesperación, pero tampoco lo cuestiono. Me pongo de pié, tras la oscuridad de mi casa desierta, con los ojos rojos-despeinado-y-sumergido en una taza de café y un cenicero roto. Rodeado de luz tenue... La carátula de La máquina de follar de Bukowski y los fantasmas de los sábados por la noche.
Apago la computadora, grabando el material y desconectándola de un tirón. Tomo un poco de mi vaso de oporto, a eso de la medianoche, bebiéndolo de a pocos, y suspiro por mi habitación, experimentando miedo al cansancio. Y tomo asiento frente a mi PC una vez más, antes de proceder a quitarme una vez más los zapatos y las medias, cuando mi alma se balancea en la oscuridad y cuelga de un hilo... -Toc, toc, toc...- Me pregunté si sería real... Me atraganté
- ¿Qué sucede?
Silencio.
- ¿Estás bien?
La música ácida estaba un poco alta. La apago.
- ¿Qué pasa?
- Abre.
Me cago de miedo. Empiezo a temblar. Cojo el pedazo de canuto que quedaba en el cenicero, lo aprieto con fuerza. De pronto me encuentro desesperado. -Toc, toc, toc.- Lo arrojo debajo de la cama.
- ¿Qué sucede?
Abro con cuidado.
- ¿Qué pasa?
- ¿A qué huele?
Me tropecé (mentalmente) y me quedé mudo. No sabía qué decir.
- ¿Qué has estado haciendo?
- He estado escribiendo...
Me pregunto si lo que quiere saber en realidad es si he estado fumando, drogándome. Me pregunto si lo que quiere es ser sagaz, como el detective Maigret de las novelas de Simenon o aquel personaje de Agatha Cristie, que ahora no recuerdo muy bien cómo se llama pero que...
Tomás empezó a inquietarse, tocando algunas cosas.
- Oye, te estoy hablando...
- ¿Qué es lo que quieres, Tomás? ¡Vete!
Mi hermano articula un par de palabras, pero es como si no las pronuncia. Tengo que leer sus labios.
Voltea la mirada y mueve la cabeza de un lado a otro, angustiado.
- ¡Más vale que te vayas! -Grité.

A la mañana siguiente desperté como quien despierta de una cura de sueño. Te drogan y te duermen, hasta que todo pasa. Apagué el despertador antes de las diez y permanecí en mi cama hasta las once de la mañana, o algo por el estilo. Luego, antes de salir de mi habitación, prendo la computadora y me dispongo a seguir trabajando. Luego me tumbo en la cama y sigo durmiendo sin haber escrito palabra. Cuando me despierto son más de la una. Nadie me avisó para almorzar. Cuando bajo, Tomás no pronuncia palabra.
Una vez afuera de mi casa paso a buscar a Marc, que estaba inclinado frente a su PC haciendo muestras de pistas sonoras. En una de ellas sonaba la voz de Walter hablando por teléfono. La voz era narcotizante. Se escuchaba al final un leve de blues. Luego otra voz decía: “Espere unos minutos, por favor...” y entonces se escuchaban una cumbia o algo por el estilo.
- ¿Qué tal? ¿Te gusta?
- Está bonito, Marc.
Hubo una pausa.
- Hacer pistas es la voz ¿no?
- Si a ti te gusta, a mí me parece bien.
- Hay que hacer mezclas como Calamaro, ¿verdad?
- Sí. Es buena idea.
Entonces Marc se quedó mirándome, como esperando algo.
- Es ¿cómo se dice?... ‘buena honda’... -agregué.
- Así que es buena honda.
- Exactamente.
Marc se puso de pié.
- ¿Qué sabes de Walter? -Me preguntó.
- Ayer estuve con él.
- ¿Y Marcel?
- Nada, de él si no sé nada. Debe estar en su casa.
- Hay que ir a llamarlo.
Interpuse un dedo índice en su cabeza tapándole la cara a Marc. Mi dedo era un primer plano.
- No... No hay muchas ganas de eso, en realidad. ¿Sabes?
- ¿Qué?
Me senté en las gradas junto al jardín. El día estaba plomo y sin gracia. Le pregunté si tenía agua, a lo que él me respondió que en el caño debía de haber. Y en seguida:
- ¿Qué pasa? ¿Por qué esa cara?
Marc seguía sentado frente a su computadora limpiándose las uñas con una navaja de afeitar. Llevaba una camisa azul, un blue jean y unos anteojos de sol negros a la altura de su cabeza.
- Ayer discutí con mi hermano.
- ¿Por qué?
- No lo sé... es un idiota.
- Te encontró fumando seguro pues...
- No, nada que ver.
- ¿Entonces?
Hice una pequeña pausa.
- Olía un poco nomás.
- Ya ves...
Marc puso otra mezcla.
En ella se escuchaban cuchicheos que había grabado mientras su hermana hablaba con una amiga por teléfono. Nada más se escuchaban murmullos y las voces eran lejanas. También habían frases como ¿qué clase de rico será? y sonidos aleatorios.
- No sé pues Gustavo, hay que ser bien cojudo para que te encuentren fumando en tu cuarto. Ese es tu problema pues...
- ¿Qué?
- Ya escuchaste.
- ¿Qué?
- Oye, Gustavo.
- ¿Qué? ¿Qué quieres?
- Dame el nuevo número de Lucciana...
- Qué tal hijoputa eres.
Marc rió.
- La vas a llamar, ¿no? Le vas a suplicar tu perdón, ¿verdad?
Me tranquilicé un poco. Marc hizo una mueca endemoniada. Cambió la ventana que estaba abierta en su PC y puso algo de música New Wave.
- Es para que Walter debute -arguyó.
- No mereces el perdón de Dios -grité.
- Gustavo, no seas egoísta.
Saqué de mi billetera el número. Me puse a gruñir en una especie de animalización. Marc también se puso a hacer sonidos extraños y a grabarlos por un micrófono. También hacíamos algunas muecas.
- Aquí está -le dije, extendiéndole el número.
Su habitación estaba casi en penumbras. Nos había alcanzado la noche.
- Apuesto a que la vas a llamar apenas me vaya.
- No me conoces, sujeto -musitó Marc.
Cuando por fin cayó la noche en la ciudad y en mi barrio, los árboles se volvieron oscuros y los postes de luz encima del asfalto se ciñeron sobre mi cabeza, amarillentos. Sin duda, no había rastro alguno de civilización a kilómetros de distancia. Walter recibió por teléfono los siete dígitos que conformaban el nuevo número de Lucciana. El verano comenzaba rápido y sin ganas. Salí de la casa de Marc a caminar algunas cuadras sobre el cemento frío y un diciembre inquietante, un cielo plomizo que uno casi puede tocar con las manos...
- ¿Y tú no?
- ¿Y ahora qué?

3.12am.
Acabé algunas líneas sudando frío.
Antes de irme a acostar escucho un poco de música clásica por radio y luego leo algunos cuantos párrafos de una novela aburrida de Fedor Dostoievski y algunas cuantas anotaciones de Tristán Tzara y sus siete manifiestos dadaístas. Luego saco, un segundo antes de quedarme dormido, la extraña conclusión en mi cabeza de que escribir no es más que una especie de masturbación mental, y de que el irme a dormir sólo fortalece más ese patrón.

Mayo 2003
Dejo atrás el baño y un tipo de verdad muy raro viene y me pregunta por mi cabello, que al parecer está más abultado de lo normal, y mis lentes, que siempre consideré seguros en caso de que alguien quiera saber si mis ojos están rojos, resultan ahora un motivo más para preocuparme. Luego este tipo que tiene una extraña manera de vestirse se mete al baño, y otro tío de saco oscuro me mira con sus ojos fijos toda la clase y luego se pone de pié y se va al baño. Así que el día está por terminar y algunos en la Universidad donde estudio empiezan a sospechar que soy adicto a la marihuana ponzoñosa que me venden en magdalena a cincuenta centavos el canuto. Y me vuelvo loco, difuminado entre la ropa psicodélica que se ha puesto de moda (algo que la gente llama: retro) y que es objeto de fascinación por chicas que muestran un poco de su pubis al caminar.
Es terrible.
Y entonces suena el timbre y algunos de mis amigos alcohólicos y soñadores me convencen para ir a beber. Y salen las cervezas, y las chicas de pubis y vientres angelicales son de verdad muy extrañas y beben y fuman, y por lo pronto no son muy diferentes a mí, y yo no soy muy diferente a los demás, hasta que voy al baño de la chingana horrible donde me encuentro pasándola bien y fumo, imaginando dentro de mí alguna canción loca e inédita de Andrés Calamaro que dice “Son las siete y la tarde promete...” mientras me imagino a mis amigos y a mí mostrando una papelina de cocaína a la cámara y postrándonos en una realidad sin duda terrible...
Cambian a algo que parece ser Charly García e intento escapar, pero la gente por un segundo me rodea y hablan de mí y por alguna extraña razón todos se están riendo, e imagino que llueve y que estoy solo y abandonado en una calle donde la gente se ríe ¡ja! ¡ja! ¡ja! de mí, y recuerdo que de niño siempre tenía miedo al rechazo y a la humillación pública (los niños y los amigos pueden ser tan crueles) y es cuando logro confundirme entre la gente y escapar...

7.09pm.
Melisa tenía el pelo largo y castaño cuando la conocí, un par de años antes de salir del colegio, quiero decir, en tercero o en cuarto año de secundaria. Recuerdo que para ella el uniforme era terrible y lo único que de verdad quería en la vida era poder usar ropa común y corriente. Y nuestro colegio, en lo que a mí respecta, fue una gran mierda, debido a la aparente desunión y al carácter solitario que caracterizó a mi promoción, y supongo que a todas las demás, a finales de los años noventa.
Melisa ahora sigue llevando el pelo largo y castaño como en aquellas épocas. Y algunas veces, cuando la tengo que observar caminar cruzando el campus universitario, cada vez que la logro divisar entre las caras ajenas y terribles, noto en Melisa cierta desorientación, o mejor dicho, ciertas palabras que no salen de su boca pero que leo en la comisura de sus labios.
Y cuando se acerca por completo, susurra:
- Hola
Y yo le digo:
- ¿Qué tal? -levantando la mirada y mis anteojos.
Melisa luce una blusa más o menos celeste, más o menos bonita, que causaba en mí un efecto más o menos cautivador. Algunas aves regresaban aún a sus respectivas ramas, y yo las veía atravesar el horizonte. Melisa torció una sonrisa y preguntó:
- ¿Qué haces?
- Nada... lo de siempre.
Melisa hizo un gesto, como un guiño. Luego sonrió.
- ¿Qué?
Pero yo no olvido que estamos en el campus, que anochece, que estoy escondido y sentado en una banca y que todo este tiempo he esperado con ansias verla pasar.
- Ya es tarde -dice, sin muchas esperanzas.
Tanteo ponerme de pié.
- Sí. Es muy tarde. Se ve que necesitas descansar -le digo.
Y le propino un fuerte beso en la cara, y sujeto mis anteojos de sol, y le repito que por su aspecto tiene seriamente que descansar.
Pero eso no significa nada malo, ni quiere decir nada, en realidad.
Melisa tenía en pelo largo y castaño, cuando la conocí, hace un par de años. Y ahora que me alejo de ella, un poco pasado y borracho, lo sigue teniendo igual que siempre y es la viva imagen de aquella época.
Pero debido al tipo de recuerdos que deja tras de sí la marihuana, no recuerdo bien si esa impresión es la misma imagen o no. Pero podría jurar que es la misma, y otra bandada de palomas surca el cielo y otra vez me hago la idea de irme para siempre y no regresar nunca más.
Sonrío.
Pienso en las palabras de Melisa, y no me importa.
Es mierda.
Aunque en realidad sí me importa. Y faltan uno o dos minutos para que se haga de noche. Esa noche terrible que se cierne sobre Lima, y mientras Melisa me sigue contemplando (o quizá no, quizá nunca me ha contemplado caminar) sentada en una banca a mitad del campus de nuestra universidad, siento pena, y por un minuto pienso que soy un idiota, pero cuando volteo Melisa ya no está, y entonces ya no siento pena, ni compasión, ni nada. Una imagen de mí mismo rogándole perdón a Melisa surca mi cerebro por un segundo. Respiro hondo, y siento que por fin son las siete (aunque son más de las siete, desde hace tiempo) y ya no hay palomas surcando cielo. Apenas llego a divisar una parada encima de un poste de luz.
“Son las siete y la tarde promete...”

jueves, diciembre 23, 2004

por fin un primer capítulo convincente

I.- Uno

Es otoño en Lima. La gente ha dejado de pensar un poco en el verano. Junto a mí, Porongo sorbe otro poco de su cigarrillo, se relaja y deja correr el humo. Deja pasar tras de sí las horas muertas y negras que vivió cuando el atardecer que se veía desde las ventanas de su casa en la Molina parecieron Palms Spings con nubes rojizas y palmeras. Con piscina.
Pero ahora él piensa en otra cosa y sostiene su cámara portátil (supongo que será lo último que se compró, tras la buena venta del peso de su aceite de hashís) y filma, hace travelings. Excelentes tomas de traseros y sudorosos senos que se baten y tantean entre los cuerpos todavía bronceados de las chicas, en permanentes blue jeans ajustados.
- ¿Qué te parece, Caneto?
- Excelente. Excelente...
Porongo sorbe otra vez su cigarrillo y luego lo bota.
- ¿Secaste tu hierba?
- Aún no.
- Pues deberías.
Una chica casi imperceptible desde donde estamos Porongo y yo es filmada con un zoom de verdad potente, mientras conversa con alguien que parece ser un profesor o algo por el estilo. Porongo suelta una pequeña risa. De pronto el atardecer nos sorprende con nubes moradas, y a cada minuto estamos más lejos de la realidad y se hace de noche.
Porongo usa en su cámara portátil un modo nocturno mediante el cual todo lo que filma se ve verde e intenta hacer un juego de imágenes entre los ojos del profesor y las estupendas tetas de una chica (que creo que se llama Dianita Calibre 38 o algo por el estilo) y en los ojos de Porongo veo una expresión que por algún motivo hace que me vea a mí mismo en su mirada, y en su peinado, que es una mezcla entre corte militar y un punk extraño, pero eso no es nada del otro mundo, y Porongo prende otro cigarrillo.
Es otoño en Lima.
- Mierda, esta porquería no funciona.
Porongo pide mi encendedor un segundo y yo se lo alcanzo. Deja a un lado la cámara y se dedica a fumar.

Sentado en la banca de un parque que no conozco bien cerca a donde solía pasear con Melisa este verano, pienso como un loco y fumo mucha marihuana verde que no puedo sorber porque está húmeda y no me sirve para nada. Anoche me la pasé bebiendo y fumando como un degenerado, no me acuerdo bien si llegué a mi casa con el pan en la mano o si alguien llegó antes que yo con el pan, o como fue. La cosa es que el recuerdo más cercano que tengo es el de mi propia imagen circunspecta sentado en la mesa por la mañana, tomando café puro hasta que la bolsa de pan desapareció, y mi perro Pincky se asustó tanto que me preguntó que por qué dormía en el piso o quizá solo me miró extrañado cerca de las dos horas que pasaron hasta que me desperté y pude arrastrarme a mi habitación en el tercer piso donde pernocté cerca de diez horas. Luego pude volver en mí, y sin ducharme ni nada, salí a caminar por las callejuelas locas de Surco un poco alejado de mi hogar (si uno toma en cuenta que lo único que hice fue caminar y caminar) y por alguna extraña razón me pongo triste al pensar en la noche que pasé. Y pienso en Melisa como en aquellos patos chinos del Brasil (tan enamoradizos) que no pueden ni volar, ni escribir, ni nada. Luego recuerdo la reunión de anoche, las caras tapiadas de aquellas chicas de minifaldas cortas y piernas apetecibles. En el olor fétido del baño y la cerveza, en el dolor de mi abdomen mientras sorbía (y cada sorbo es un vaso más) y bebía, y también fumaba, y conversaba un poco con la gente de cosas incoherentes, y vestía una camisa negra y un pantalón negro y mis zapatillas eran por igual negras.
Mientras el gordo Manuel sonríe (es una sonrisa espantosa) diciéndome que lo acompañe al baño, que en el bolsillo de su casaca de cuero tiene un poco de mármol blanco, que en verdad es una buena y enorme papelina llena de coca brillante. Y luego, Porongo, sentado en un sillón de la sala le cuenta a un amigo suyo la fructífera venta de todo su aceite de hashís durante el verano pasado, mientras beben y miran por la ventana algo fuera de mi alcance visual. Entonces yo -okey- un poco tentado, pero no menos deprimido (por lo general, cuando inhalo, me vienen esas terribles bajonas y uno se queda sin ganas de levantarse temprano por la mañana)... Finalmente, termino encerrado en el baño con el gordo Manuel:
- ¡Ñac! ¡Ñac! Está muy buena, huevón.
- ...Sí, de veras.
Manuel lame el papel manteca, absolutamente loco, con aquellos ojos que eran un par de espirales que no dejaban de dar vueltas en derredor suyo.
- Vamos, párchame un poco más gordo.
El gordo Manuel sostiene sus lentes, mira a ambos lados (como si alguien pudiera infiltrarse entre las paredes o entre las rejillas de las lunas tapadas) hace una mueca espantosa y saca del bolsillo más pequeño y más escondido de su casaca de cuero marrón otra papelina, exactamente igual a la anterior.
- Vamos, gordo. Que sea una montañita para detener el tiempo...
El gordo lanza una carcajada. Echa en la parte posterior de mi mano una montañita blanca de cocaína.
- ¡Uhg!
- Muy bueno, de verdad tío.
Creo que fue entonces cuando empecé a dejar de sentir los dientes y la cara. Estallé de risa.
Empezó a sonar algo que era una especie de cumbia que ya nadie bailaba. El gordo Manuel y yo nos miramos y entramos a la sala (afuera, en el jardín, algunos cuantos estúpidos sujetos bailaban con algunas cuantas chicas de minifaldas raídas, y nadie allí se había metido cocaína en el baño, solo el gordo Manuel y yo) donde Porongo y su amigo, de cabeza rapada y extraños ademanes al hablar, contaban historias de drogas y miraban por la cámara portátil una colección fundamental de culos y sudorosas tetas.
- ...Entonces ¡fuuuaaaaaa! la habitación se iluminó. -Porongo rió. El tipo pelado, que contaba la historia, esbozó una agradable sonrisa.- Uno miraba ese pacazo y pensaba: “oh Dios mío... por qué tanto...”.
El tipo pelado, de cara extraña, sonrió.
- ¿Era una mimosa?... -preguntó Porongo.
El Pelado hizo un sonido extraño:
- ¡Pfffvhgfarsjnh!
Porongo me miró sonriendo:
- Puta yo me acuerdo de esas épocas, huevón...
Me sorbí la nariz. Sentí el sabor de aquella potente cocaína en mis fosas nasales y en mi esófago.
- Sí, huevón -repitió Porongo, riéndose- venía la menstruación.
Intenté imaginar aquello.
- ¿A qué te refieres? -preguntó alguien.
Porongo rió.
- Ya sabes, a la mimosa... le caía sangre. Como a cualquier otra mimosa ¿no?
- Ahhh, me lo imagino -respondió alguien.
Un tío muy llamativo, de asqueroso acento español, viene y me dice:
- Es una mierda.
Y yo le digo:
- ¿Pero por qué, hermano?...
Y él me dice:
- Coño, necesito un porro.
Y cuando estamos en la puerta de la reunión, cuando estamos prendiendo ese canuto enorme que traigo entre las manos, el tipo que en realidad es un español horrible y tiene Cara de Pescado, me dice:
- ¡Joder! Debí meterle la mano más fuerte, huevón.
- ¡A quién!
- A ella pues, tío.
Pero ella no está por ningún lado y yo no sé a quién carajo se refiere, hasta que me explica que es una tía que estudia en la facultad pero que no está en nuestro salón (y me pregunto por qué Cabeza de Pescado dice que está en mi salón) y luego, dice que la chica a la que él le ha metido la mano estaba ebria, pero no lo suficiente ebria, y que ella vino y le metió un lapo y todo el mundo lo vio. Y luego me dice que esta misma chica ahora se encerró en una habitación con este tío tan gordo y tan pesado que estaba conversando conmigo. Finalmente, Cabeza de Pescado dice que todo el tiempo ha sido así y que debió meterle más adentro la mano, que su minifalda veraniega estaba bonita y suave.
Le da una enorme calada a mi canuto tosiendo, y despidiendo un montón de humo por la boca.
- No sé qué hacer, coño.
- Relájate, tío -le aconsejo.
Cuando regresamos a la sala, Cabeza de Pescado y yo estamos muy volados y continuamos bebiendo. Luego Porongo y su amigo nos enseñan algunas tomas que han logrado captar con su fabulosa cámara portátil Sonny, y todos se ríen. El audio está encendido y por momentos escucho mi propia voz gravada, y es todo tan espantoso. Siento una profunda acidez en mi estómago y luego veo el trasero de Melisa gravado y le empiezo a prestar atención a todo. Porongo ríe como nunca lo he visto reírse antes, y cuando se saca los anteojos de sol sus ojos están inyectados de sangre, y pienso que ha estado fumando hashís con su pipa todo este tiempo.
En las imágenes de la cámara veo un sinnúmero de tetas y de acercamientos estremecedores. Veo con cuidado las piernas de Melisa y reconozco el vestido que lleva puesto. Es uno de aquellos vestidos que a mí me gustaban tanto, que llevó un par de veces a la playa cuando nos fuimos al sur el verano pasado.
Es otoño en Lima.
Ahora vuelvo a intentar prender este canuto pero no puedo y es un domingo terrible que no quisiera haber vivido jamás. Y espero a que se haga de noche, mientras no leo las notas periodísticas que tengo que leer para la Universidad. Y aunque no lo quiera, pienso un poco en Melisa: en nuestra separación, y en lo demás.
Es otoño del 2002.
Y cuando se ha hecho de noche, se han prendido los faroles amarillos del parque, tengo que ponerme de pié y caminar. Hay un grupo cerca, uno de ellos tiene como mi edad (o quizá un poco más) y luce pinta de escuchar música reggae y fumar mucha marihuana todo el día. Junto a él, hay como unas cuatro personas más, y entre todos prenden una pava, y una chica que por alguna razón hace que me acuerde de Melisa durante el verano pasado, se esconde por entre las bancas del parque y algunos arbustos, le da una pitada a aquel wiro y tose.

Yo quería montar bicicleta a los diez años, y cuando cumplí los once había una esquina cerca a mi casa donde los chicos (algunos un tanto mayores que yo, otros no) se reunían los viernes por la noche a patinar y a montar bicicleta.
La cuestión es que llegó el día cuando mi vieja me preguntó si quería una bicicleta y pretendió comprarme una demasiado grande (con la sorprendente excusa de que me serviría para la posteridad) pero yo entonces me negué rotundamente. Ya no quería una bici, ni tampoco una patineta. Era 1996, y se pusieron de moda los patines.
Entonces en la ciudad de Lima se inauguraron un par de pistas de patinaje en realidad grandes. Pistas circulares, enormes, donde la gente se reunía a patinar, y donde algunas veces me encontré a amigos del colegio en la misma situación que yo.
Recuerdo que una vez me encontré con Careloco.
- ¡Hey! ¡Caneto! -me gritó.
- ¿Qué haces, Alonso?
A Careloco le caía bien su apodo.
- Aquí...
Dimos algunas cuantas vueltas hasta llegar a un enorme agujero cuneiforme junto a unas extrañas plataformas de madera, Careloco dijo:
- Caneto, esto apesta...
Y entonces me prometió llevarme un día a un lugar donde de verdad se montaban patines. No dejé de preguntarme cómo era eso y el me dijo:
- Los patines son un deporte para chicos rudos.
- ¿Rudos como quienes?
- Rudos como nosotros -dijo.
Entonces yo me reí.
El día en que fuimos después de clases a montar patines fue un día terrible de sol, en un parque cerca a los Álamos donde la tarde nos cogió friéndonos en plena calle, y el cielo empezó a quemar, y de las casas salía un aire tupido que más bien parecía humo.
Era un maldito infierno.
- ¿Aquí es donde se practica el verdadero deporte de los patines?
- Aquí es donde te vamos a hacer hombre.
Yo llevaba mis patines en una caja. Era la caja negra donde me los habían venido. Estaban casi nuevos.
- Bueno. Será, pues. Será.
Me puse mis patines y mi casco y mis rodilleras. Cuando me puse de pié parecía más una tonta tortuga ninja y no un chico dispuesto a dar su vida por aprender a hacer piruetas en el aire como cualquier persona normal.
- Chico, más te vale que te quites todo eso -dijo alguien.
- ¿Por qué?
- No va a dejar que te muevas bien.
- ¿Qué quieres decir? ¿Cuánto tengo que moverme? Sólo quiero patinar...
Entonces todos se rieron.
- Caneto, más vale que te quites toda esa porquería.
Los chicos que montaban patines en el parque cerca a los Álamos sabían usar ropa, y la ropa que vestían no parecía nueva sino que la usaban siempre, todos los días, y la ropa que yo llevaba puesta acababa de ponérmela en la casa de Alonso y parecía de estreno, porque nunca la usaba, y me sentía como Ricky Ricón en un mundo terrible.
- Vamos Caneto, haz algo bueno por tu vida de una puta vez.
Yo no sabía nada, con las justas podía patinar. Me saqué todo lo que llevaba encima y lo dejé a un lado. Luego tomé vuelo y corrí. En una rampa de madera improvisada en el parque. Salté. Me mantuve en el aire un microsegundo y caí. Me golpeé fuertemente la mandíbula y todos estallaron de risa. Luego, cuando pude ponerme de pié, me di cuenta de que estaba sangrando y que llevaba aún el casco puesto. Me felicitaron. Es decir, me dieron la mano los chicos, y dijeron, bien, muy bien o buen intento. Entonces me sentí completamente adaptado y seguro de mí mismo.
Pero como era de esperarse yo no era bueno para montar patines y los dejé a un lado una vez que no tuve que llevarlos para hablar con los chicos del parque cerca a los Álamos. Mi afición a los patines terminó un día en que descubrí que era más entretenido fumar cigarrillos que patinar. Me hacía sentir más adulto que los demás. Así que cuando fui a patinar un día les dije:
- Chicos vamos a descansar un rato, ¿qué les parece?
Y desde entonces la gente que se reunía a charlar en el parque cerca a los Álamos lo hicieron con intención de fumar cigarrillos y no de montar, porque así se malogró la juventud a mediados de los noventas. Fumando cigarrillos en el parque que después sería bautizado por alguien como “el fumadero”, y no por mí, ni por los chicos que antes montaban patines, sino por gente que de una mañana a otra bajó de no sé donde a fumar pastel y la cosa quedó ahí. Ninguno de nosotros quiso asomar su cabeza de nuevo por esos lares.
Entonces yo no fui el mejor patinador de Roller Blade en mi época, pero sí fui el primero en fumar cigarrillos de mi generación. Y también fui el primero que le dijo al gordo Manuel que a él le gustaba la Gomi porque todavía el gordo (tan enamoradizo, tan lerdo) no se daba cuenta, y antes de lo imaginado a la Gomi, su novio, ya le daba más vueltas que pollo a la brasa.
Y yo le dije:
- ¿Sabes qué gordo?, lo mejor de ser tú es que no necesitas excusa.
Porque el gordo Manuel era el gordo más hablador de la clase y el más amiguero, y en los ratos libres cuando estábamos en primero o segundo año se secundaria, al terminar las clases, nos íbamos a un pasaje con Careloco o con el Muerto a fumar cigarrillos y ver el atardecer. O sino a ver a los pájaros en alguno de los parques de los alrededores, o sino íbamos a arrojar enormes semillas de árboles a los riachuelos que atravesaban dichos parques, en cualquiera de los tres casos, fumábamos, y nos deshacíamos de las mochilas y planeábamos molestar a alguien durante la clase. Y siempre era cuestión de creatividad. Y nunca era suficiente. Nos sentíamos tan grandes fumando cigarrillos y molestando a los demás...
Luego fue el plan maestro de hacer que el gordo Manuel le envíe cartas que en realidad él ni siquiera escribía, y se las daríamos a un Pelmazo Enorme de otra sección que se llamaba Gustavo Petrovich, o algo por el estilo, para que se las escribiera. Y la cuestión es que no sé quién no tuvo la reserva necesaria y todo se fue al carajo. Y la Gomi (que en realidad ya no recuerdo ni cómo se llama) le dijo que no, que ella tenía novio y que no quería nada con él, y le dijo que estar de novia con alguien en el colegio sería lo más desagradable del mundo. Y ese mismo día el gordo Manuel no vino a fumar con nosotros al parque, y yo juré vengarme para siempre de aquel Pelmazo Enorme, y al parecer la gente ‘chévere’ de la clase me respetaba, y me sentía con tanto poder como para hacer y deshacer.
Así que concerté una pelea entre el gordo Manuel (quien durante dos días no dejó de estar triste y de llorar) y el novio de la Gomi, que en realidad era un rapero de lo peor. Y entonces el gordo me dijo, Caneto, qué has hecho, yo no quiero pelearme con nadie, y yo le dije: gordo, esta es tu oportunidad, ¿qué mejor manera de demostrarle a la Gomi que la quieres?
Y entonces el gordo Manuel dijo:
- ¿Peleándome con su novio?
Y yo le dije:
- Así es, hermano. Mira, cuando veas a ese hijoputa tendido sobre la grama, adolorido... Cuando ella lo vea, te va a querer tanto que no vas a terminar el día virgen. Créeme.
Fue así como una tarde de invierno de 1997 ó 1998 el gordo Manuel y un tal Andy se batieron a muerte en un parque escondido de Miraflores. Nunca olvidaré el peregrinaje, los taxis que tomamos para llegar hasta el lugar y los cigarrillos que fumamos en público. La pelea fue injusta. Andy no peleó. Fue un sujeto, un fulano de tal, llamado Pinche Buey. Y este Pinche Buey ni siquiera se sacó sus anillos con púas durante la pelea, y estos le ocasionaron al gordo Manuel un dolor profundo en sus cejas rotas y en sus mejillas. Y una hemorragia interna que lo tuvo en cama durante varios días. Pero Pinche Buey, si bien tenía anillos, no sabía moverse, no tanto como el gordo Manuel, y al final las patadas más certeras se las dio él (el gordo) y tuvo éxito en su propósito. En vista de lo sucedido, del circo romano que había organizado, me acerqué donde la Gomi (que estaba presente, muy tranquila, mirándolo todo) y le dije:
- ¿En qué piensas?
Y ella me miró.
- ¿Qué pienso de qué?
Y a pesar de que el gordo Manuel pasó dos semanas en cama por ella, la Gomi ni se inmutó ni dijo -¡ah!- ni nada. Simplemente le pareció una pelea entre el extraño amigo de su novio versus su simpático y estúpido amigo del salón. Simplemente eso.
Pero para el pobre gordo Manuel había algo más, y cuando fui a su casa, una tarde, él me dijo:
- Con las justas puedo moverme, quisiera fumar un cigarrillo.
Y yo le dije:
- Vamos, gordo, sabes que no estás en condiciones.
El buen gordo Manuel miró a ambos lado en su habitación, y dijo:
- ¿Qué sucede últimamente en el salón?
Y yo le dije:
- Lo de siempre.
- ¿Ya le pegaste al Pelmazo Enorme ese?
- Lo estoy guardando para fin de año, gordo.
El gordo sonrió, finalmente dijo:
- Me gustaría tanto fumar un cigarrillo.
Entonces en vista de la pena y de que no había nadie alrededor mío, le pasé uno.
- Vaya, es un Lucky.
- Sí.
Le extendí mi mano con un encendedor prendido y el gordo fumó.
- ¿Sabes? Hay algo que quisiera hacer antes de que termine el año.
- ¿Qué cosa?

La Hilacha conseguiría la marihuana.
Entonces se hablaba un poco con el gordo. Un día la Hilacha lo había abordado y le había dicho, en medio del patio durante el último recreo, antes de la salida:
- Así que tú eres el gordo Manuel, que fuma cigarrillos en la salida, en los parque escurridizos de Chacarilla, misma Palms Springs...
Y el gordo, que era más que nada callado y observador, le había dicho, sujetando sus enormes anteojos con lunas photogray:
- Así parece.
Habían hablado un par de veces antes de la pelea, se habían saludado. Cuando la Hilacha escuchaba por su walkman negro grupos como Leuzemia y rock del Agustino, grupos que en nuestro colegio nadie escuchaba (solo él, únicamente la Hilacha) y luego, cuando yo hablé con él aquella tarde, me dijo lo mismo que le había dicho al gordo Manuel aquella vez:
- Con diez soles puedo conseguirles esto.
- ¿Qué cosa?
La Hilacha se encrespó como un gato, miró a ambos lados y susurró:
- Dame el encuentro en el pasaje cerca a la puerta, detrás del muro del edifico más grande.
- Okey.
Esperé un par de minutos y caminé, nos encontramos en el pasaje cerca a la puerta.
- ¿Qué es?
- ¿No hueles?
Me acercó esa especie de moño rojo a la nariz.
- ¿De verdad es marihuana?
- Por supuesto.
La Hilacha me guiñó un ojo. El último recreo antes de la salida estaba a punto de acabar. Noté que a la Hilacha le empezaban a salir pelos en el extremo derecho de su barbilla.
- Y cuánto es, más o menos, lo que me vas a vender por diez soles.
Sacó de uno de sus bolsillos traseros el paco, envuelto en papel periódico, con toda aquella marihuana roja. Lo abrió y me lo enseñó.
- ¿Ves? Es como mierda...
Luego lo cerró.
- Y cuántos cigarros van a salir con eso.
- ¿Cuántos wiros?
- Sí, ¿cuántos?
La Hilacha miró al cielo.
- ¿Algunos de ustedes sabe armar wiros?
- Yo sé. Solía armar cigarros de tabaco cuando era niño...
- Mmmm, entonces piensa que tendrás como para cinco, o seis, o siete canutos gruesos, depende de qué tan bien me vendan. Tú entiendes.
- ¿Y ese paco que traes contigo?
- Es consumo personal.
Sonó el timbre con el que comenzaban las horas de clases.
- Entonces ¿cómo hacemos?
- Dame el dinero ahora, mañana por la mañana iré a comprar.
Nos dirigimos al edificio donde dictaban las clases de Segundo de secundaria.
- ¿Cómo es eso?
- Mañana en la salida, te espero apoyado en el centro del parque donde algunas veces se reúnen esas tías horribles que le dan de comer a las palomas después de ir a misa...
- ¿Y qué más?
- Nada. Tendré tu enorme paco sujeto en mi mano...
La Hilacha llegó temprano ese viernes a la salida. Miró a ambos lados antes de acercarse a nosotros, y esquivó un par de compañeros de otra sección que lo conocían en la puerta del colegio.
- ¿Cómo fue todo?
- Excelente, excelente...
- ¿No nos ibas a esperar en el parque?
- Puta, ¡huevón!. He llegado aquí como a las once de la mañana.... Me cago de hambre.
Miró a su alrededor otra vez. Tenía los ojos rojos y olía a hierva seca. Por sus audífonos negros se escuchaba una canción que era un solo de gritos: ¡Solo quiero un poco de pastel! ¡Al colegio no voy más! y cosas por el estilo. Luego la Hilacha empezó a caminar dando tumbos, saludó a un par de chicas bonitas que pasaban por ahí (se rieron y lo saludaron) la Hilacha era sumamente flaco, casi anémico, y llevaba el pelo largo. Finalmente dijo:
- Préstenme cincuenta céntimos, por favor...
Con lo que se compró un paquete de galletas y dejó de llorar. Caminamos a un parque que nunca he vuelto a ver en mi vida, donde nos sentamos formando un círculo, y la Hilacha sacó el paco y nos lo enseñó. El gordo, que ese día había vuelto al colegió después de dos semanas, exclamó:
- Es como mierda.
- Sí, es verdad, es como mierda -indicó la Hilacha.
- ¿Y qué vamos a hacer con todo esto?
- Nada, lo dividen entre ustedes dos y se lo fuman.
El gordo Manuel y yo nos miramos.
- Los diez soles eran del gordo -dije. Yo solo quiero probar una vez.
Mirando en dirección al cielo estaban aquellos árboles que nos escondían, y después todo era azul. Había en el pasto aquellas flores amarillas que indicaban la llegada del verano, y de repente salió el sol y la Hilacha preparaba un canuto enorme.
- Saben qué, ahora, que en lugar de venir a clases me fui a comprar su paco por mi casa, estaba caminando por allí cuando me encontré a mi prima, Paty, ya saben, ella vive por ahí, y siempre, cada vez que voy a comprar, saca su cabeza por la ventana de su baño y me dice: “¡José! ¡José! ¿Adivina qué?” y yo le digo “¿Qué quieres, Paty?” y ella me dice... ¿saben lo que me dice?
- No, ¿qué cosa?
- Me dice: “Oh, José, estoy tan mojada... me estaba duchando y ahora se ha ido el agua, necesito que me ayudes, ya no me puedo pasar el jabón por la espalda, estoy tan jodida”...
Hubo una pausa enorme.
- ¿En serio? Hermano, eso te dijo tu prima.
- Eso me dijo la bitch de mi prima.
- Asu, ¿y qué hiciste? -le pregunté.
La Hilacha deshacía la hierba roja, la hacía polvo, encima de su cuaderno de geografía bajo el sol de noviembre.
- Nada -dijo, sin dejar de limpiar la hierba, sin dejar de sacarle las pepitas y los diminutos troncos- me metí a la casa y luego subí las escaleras. Efectivamente, la Paty estaba desnuda y mojada. Se había ido el agua caliente y su piel estaba fría. Le pasé el jabón por la espalda, después nos besamos y yo también me quité la ropa.
- No me jodas, huevón.
La Hilacha miró de reojo al gordo Manuel. Volvió a ponerse los anteojos que había dejado encima del pasto.
- En serio, mano.
- ¿Entonces, te has tirado a tu prima?
- ¡A la Paty!
- Ajá.
- No, ¿cómo me la voy a tirar? No soy tan degenerado...
- ¿Entonces?
La Hilacha sacó el papel de fumar. Empezó a armar el wiro.
- Nada pes. Le pasé el jabón, nomás. ¿Entiendes? No me la he tirado...
El gordo Manuel y yo estallamos de risa.
- Bueno, chicos, quiero que sepan que en realidad yo los quiero un montón. Es un honor haber armado este wiro y es un enorme placer fumarlo, con ustedes, por supuesto... -La Hilacha hizo una pausa, el gordo Manuel y yo nos miramos sonriendo. La Hilacha revisó su enorme bolsa incaica, y prosiguió- Sólo quiero saber, si alguno de ustedes tiene un encendedor o algo por el estilo...
El uniforme de los tres estaba sudado. El gordo Manuel y yo sacamos nuestros anteojos de sol y empezamos a fumar. Al principio nada, la hierba era una cosa de mal sabor, muy propensa a hacerme vomitar. Sin embargo la Hilacha fumaba mucho. Fumaba. Y el gordo Manuel terminó por confesarme en determinado momento, con la mirada desviada y los anteojos de sol a la altura de la nariz, que efectivamente él había fumado varias veces, con un amigo, en algunas fiestas que entonces se organizaban en el club regatas. Una mierda de fiesta hawaiana en la playa, o algo por el estilo. E incluso había fumado con el Muerto y con el tío ese, el tarado, Gustavo Pétrovich. Y entonces pensé que yo ya estaba y pretendí estar drogado también. Incluso, empecé a reírme de la nada, pero la Hilacha me dijo que tenía que fumarme otro. Que sino no pasaba nada. Y entonces le dije a el gordo que armara otro porque quería estar igual que la Hilacha: hecho un adicto de mierda.
La Hilacha se reía, se fumó el primer varulo hasta que sus dedos se mancharon de THC amarillento y su boca también. Según él, no había evidencia más grande. Además estaba con los ojos rojos, y chinos como pato. Cada cosa que decía era precedida por una risa narcótica. Naufragamos en un parque donde la Hilacha arma otro varulo y se prolonga una conversación larguísima. Fumamos más marihuana y me siento por primera vez drogado.